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Opinión | Notas de un joven que antes no era prometedor

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Opinión | Notas de un joven que antes no era prometedor
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Lo que finalmente me salvó fue la voluntad de un hombre, que resultó ser un funcionario de admisiones de la universidad, de verme como una persona, no como un expediente académico mediocre o una serie de casillas sin marcar, sino como un ser humano complicado que había tenido muy pocas oportunidades y mucha mala suerte y que había tomado una serie de decisiones lamentables pero que, no obstante, podía hacer algo con su vida.

Tres meses después de mi expulsión, me echaron de la casa de mis padres. Durante los tres años siguientes, me las arreglé para encontrar más empleos mal pagados en restaurantes, en una fábrica, en una heladería, en una hamburguesería y en una gasolinera. Vendí cuchillos de cocinero y ollas de puerta en puerta, suscripciones a revistas y maquillaje. Como no tenía la edad ni la estabilidad suficientes para firmar un contrato de alquiler, me pasaba el día en los sofás de mis compañeros de trabajo, en los pisos de mis amigos y, a veces, en los aparcamientos con mi viejo coche.

Con el tiempo, empecé a gestionar las reservas de una banda de rock local. Un amigo que conocí en el trabajo, productor e ingeniero, me enseñó sobre contratos y cláusulas, porcentajes sobre la entrada frente a tarifas fijas, marketing y publicidad. Y un día, cuando tenía 19 años, me dijo, con más amabilidad de la que sugieren las palabras: “Tienes que ir a la universidad. ¿Quieres ser un perdedor el resto de tu vida?”.

No tenía ningún perfil universitario evidente. A diferencia de esos jóvenes que quieren cambiar el mundo y que compiten por un puñado de plazas en universidades de lujo, yo no tenía opciones. Mi única esperanza era encontrar una universidad en la que alguien estuviera dispuesto a escuchar mi historia y luego arriesgarse enormemente conmigo. Resultó ser una pequeña escuela en un suburbio del lejano oeste de Chicago llamada North Central College. El hombre era Rick Spencer, el jefe de admisiones, que me sentó en su oficina y me escuchó. No tenía cartas de recomendación, ni calificaciones en el SAT o el ACT, ni deportes ni actividades extracurriculares. Lo que sí tenía —y de lo que me pidió que hablara— era motivación, una idea de que la vida sombría que había vivido durante tres años sería mi vida para siempre si no hacía algo muy diferente.

North Central College me dio una vida. Continué mis estudios de posgrado, luego viajé por el mundo como corresponsal en el extranjero, tuve una hija, publiqué varios libros y finalmente me convertí en profesora. Ninguno de estos éxitos habría sido posible sin el hombre que se arriesgó conmigo.

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